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El libre albedrío no justifica el castigo (Colaboración)

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Nota Inicial:
La presente publicación fue escrita y elaborada por un colaborador y amable lector de este Blog. Este artículo NO fue escrito por el habitual escritor y responsable de este sitio Noé Molina. (*)

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El libre albedrío no justifica el castigo


Hay un punto central en el tema del libre albedrío consistente en pretender inferir un castigo “per se” a partir del hecho de que se es libre. Es decir, se da por supuesto que cualquier acto malo o delictivo conlleva un castigo de forma inherente independientemente de la necesidad de castigar. Ese es el “quid” de la cuestión.

En las religiones monoteístas se amenaza con castigos tanto parciales como eternos más allá de la muerte. En las sociedades religiosas –y ciertamente también en las no religiosas- surge un término que escenifica ese concepto: merecer. El merecimiento de castigo, por tanto, surge de forma automática después de cualquier acto delictivo o inmoral que se separa de la necesidad de proteger a la sociedad de los malhechores. No obstante, dicha inferencia es completamente gratuita.

Aunque no soy antropólogo, me aventuro a afirmar que la primera justificación para el castigo fue el instinto agresivo que la mayoría de animales han desarrollado a través de su evolución. Dicha agresividad se transformó en una ventaja a la hora de defender el territorio, el alimento, las hembras o las crías. Y en el ser humano, dicho instinto devino en otros más sofisticados que los animales quizás no tienen: el odio, la ira, la venganza, la crueldad y el sadismo.

Observando al ser humano en su escala ontogenética, vemos cómo un bebé de pocos meses es capaz de enfurecerse si otro bebé le quita el chupete. Surge espontáneamente un instinto agresivo que se traduce en una agresión física como arañazos, golpes torpes –típicos de un bebé- o un llanto desesperado.

La famosa ley de Talión tiene su base en esa venganza instintiva que nos viene desde nuestros primeros ancestros. Es cierto, sin embargo, que paralelamente al surgimiento de esos instintos primarios, el devolver el golpe empezó a funcionar como sistema de protección por lo que el castigo, además de satisfacer la visceralidad de los instintos, supuso un mecanismo que funcionaba como método de disuasión y escarmiento.

Dicha circunstancia funcionó como refuerzo justificado tanto del odio, la ira o la propia venganza. Los términos “justicia” o “merecimiento” empezaron a surgir como eufemismos que encubrían los ya citados instintos.



En el proceso de antropomorfización de los dioses, se atribuyó a los mismos y a todo ser que representara cualquier fuerza sobrenatural, como los espíritus, todo tipo de cualidades y características humanas tanto positivas como negativas. Así podemos ver a dioses o espíritus rencorosos, vengativos, irascibles, celosos, amorosos, justos, orgullosos, necesitados de honores, alabanzas, cultos, ofrendas, etc. Todo ello como burda copia de las bajas y altas pasiones humanas.

Hoy en día, vemos a muchos seres humanos que, por sus instintos primarios, los consideramos verdaderos monstruos. Son los que conocemos como psicópatas, sociópatas, amorales, etc. cuyas principales características son el sadismo, la violencia extrema y la total falta de empatía. No es de extrañar, por tanto, que surgieran dioses monstruosos.

A todo ello, hay que añadir el hecho de que las más que posibles patologías que seguramente eran más numerosas en tiempos antiguos, se justificaran a través de la voluntad de los dioses. Así, la crueldad y el sadismo formaron parte de los primeros códigos penales que supuestamente dictaban las autoridades divinas.

Sólo cuando aparecieron los primeros pensadores humanistas que se replantearon el sentido de justicia –hecho que no me atrevo a localizar en el tiempo, puesto que estoy pensando en los primeros pensadores griegos, como Sócrates, Platón o Aristóteles, etc. pero que no fueron lo suficientemente influyentes como para erradicar la barbarie- se empezó a cuestionar la necesidad de aplicar unos castigos más acordes con la falta cometida y a humanizar las leyes. No obstante, dicho proceso de reforma no se alcanzó hasta nuestros tiempos modernos y casi exclusivamente en Occidente, donde las democracias modernas empezaron a eliminar la tortura y cualquier castigo físico de los códigos penales.

El cristianismo, si bien empezó como religión de amor, paz, caridad o altruismo, dio un vuelco enorme al convertirse en la religión dominante del imperio olvidándose de sus propios principios fundacionales deviniendo en instituciones de terror gobernadas por líderes religiosos que se aprovecharon del poder y de la autoridad para satisfacer sus instintos primitivos con la excusa de una voluntad divina que ellos mismos se inventaron.

En resumen. El castigo tiene el origen en los instintos más primarios –como los ya citados -odio, ira, sadismo, venganza- que, por añadidura, producían una satisfacción morbosa en la que se regodeaban los agresores ansiosos de violencia.

El efecto disuasorio que producía la amenaza de la aplicación de los castigos terminó por confeccionar los distintos códigos de conducta en los que se incluían los múltiples castigos.

En esa evolución antropológica no se ve por ningún lado ningún debate sobre el libre albedrío ni sobre el posible merecimiento de castigo más allá de la necesidad de defenderse por parte de la sociedad, sino que dicho debate empezó a surgir en el mismo momento en que se planteó el concepto de libre albedrío. Siendo eso así, hay que afirmar que durante siglos se castigó sin que las autoridades ni la sociedad se planteara el determinismo, sino que se castigó por los dos factores ya mencionados: la visceralidad de los instintos, y la funcionalidad del castigo.

Con todo ese estudio preliminar quiero demostrar que no existe justificación alguna para el castigo que no sea la de proteger a la sociedad, y que no puede inferirse, ni siquiera existiendo el libre albedrío, ningún castigo divino más allá de la muerte.

El libre albedrío queda relegado, por tanto, en un simple concepto arbitrario injustificado que no podrá demostrarse nunca, puesto que no hay ningún argumento que sustente el merecimiento de castigo más allá de la necesidad de defender a la sociedad. No se castiga “porque se lo merece” sino porque necesitamos defendernos.





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(*) Nota Final:

El autor de esta publicación es "Bernat", fiel seguidor y colaborador de este Blog; quien amablemente me solicitó el compartir este artículo con el resto de los lectores; y al no estar en contra de la filosofía del Blog, es un honor para mí el poder publicarlo.

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