Creo que de todos es conocido la catástrofe que ocurrió en la cordillera de los Andes en Octubre de 1972 cuando un avión de la fuerza aérea Uruguaya que hacía un vuelo chárter se estrelló contra la montaña comenzando así el llamado "Milagro de los Andes".
De Montevideo partieron 45 personas y solo sobrevivieron 16. Estuvieron 72 días en las condiciones mas extremas intentando sobrevivir al hambre, las bajas temperaturas y la constante desesperación viéndose obligados a practicar la antropofagia para sobrevivir. Tres miembros de la tripulación y diez pasajeros murieron por el impacto y cuatro personas fallecieron durante la primera noche debido a las gélidas temperaturas y a sus graves heridas. En las semanas posteriores fallecieron doce más, entre ellos ocho por un alud de nieve. El 12 de diciembre Nando Parrado y Roberto Canessa escalaron sin equipo un pico montañoso de 4650 m sobre el nivel del mar y descendieron hacia Chile, donde se encontraron con el arriero Sergio Catalán que posibilitó su rescate el 21 de diciembre tras recorrer unos 60 km.
Es sin duda una gran historia de supervivencia, determinación y unas enormes ganas de vivir. Se han dedicado muchos libros, documentales y películas sobre el hecho, incluida la película “La Sociedad de la nieve” basada en el libro del mismo nombre escrito por Pablo Vierci y que fue nominada a 2 premios Oscar en 2024.
Otro de los libros que trata sobre el tema es “El Milagro de los Andes” escrito por el mismísimo Nando Parrado y que fue publicado en 2006; donde Parrado relata sus experiencias y sufrimientos durante la tragedia y la posterior odisea del rescate. Hay que recordar que Nando fue uno de los mas afectados durante el siniestro. Después del impacto quedó prácticamente en coma, con fractura craneal y dado casi por muerto la primera noche. Por suerte el frio hizo que el sangrado y el edema fueran mínimos y pocos días después fue saliendo del coma en que estaba sumido para enterarse que su madre y su mejor amigo habían muerto con el impacto y que su hermana estaba gravemente herida y que moriría poco después. Por estos lamentables sucesos Nando era el principal interesado en salir de ese sitio caminando a través de las montañas hacia el oeste buscando Chile. Para eso debía recuperarse de sus heridas, fortalecerse, entrenar y esperar que mejorase algo el tiempo y salir en busca de una mínima esperanza de salvación. Tanto el como Roberto Canessa logran el objetivo de atravesar los andes y conseguir ayuda para rescatar a sus compañeros.
He tenido la suerte de leer casi todos los libros sobre el suceso (admito que tengo cierto morbo sobre el asunto) y sin duda el libro de Nando es uno de los mejores. Hago referencia al mismo en esta publicación porque en numerosas situaciones Nando reflexiona mucho sobre el accidente, la muerte y Dios. ¿Por qué un Dios bueno y amoroso permitiría la muerte de tantos inocentes? ¿Por qué permitió tanto sufrimiento? ¿Dónde está el amor de Dios entonces?
A continuación me permito colocar varios pasajes del libro donde se reflexiona sobre todo esto y nos damos cuenta no solo de lo horrible y difícil que fue la situación que debieron confrontar los afectados por la catástrofe sino también esa constante reflexión espiritual y el consecuente cuestionamiento divino.
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Arturo Nogueira sobrevivió al accidente aéreo, si bien quedó gravemente herido de las dos piernas, que estaban quebradas. No podía caminar, y tuvo que instalarse en las hamacas que confeccionó Roberto Canessa para que los heridos pudieran estar más confortables (aunque no pudiesen beneficiarse del calor humano que desprendía el grupo). Se le daban bien los mapas, y como no podía apenas moverse, asumió el papel de cartógrafo. Pasó horas intentando descifrar las cartas de vuelo que encontraron en la cabina de los pilotos. Su estado de salud se fue deteriorando con el transcurrir del tiempo.
Por otro lado, Arturo era un muchacho más tranquilo y serio. Era compañero de equipo, el apertura participante en los XV Old Christians First y, aunque no había tenido un estrecho contacto con él antes del accidente, el coraje con el que aguantó su sufrimiento me acercó a él. Al igual que Rafael, Arturo debería haber estado ingresado en una unidad de cuidados intensivos, con especialistas que le atendieran las veinticuatro horas. Sin embargo, estaba en los Andes, balanceándose en una hamaca improvisada, sin antibióticos ni analgésicos, y con los únicos cuidados de dos estudiantes de primer año de Medicina y un grupo de muchachos inexpertos. Pedro Algorta, otro de los aficionados del equipo, era muy allegado a Arturo y se pasaba muchas horas con su amigo, llevándole comida y agua e intentando que no pensara en su dolor. El resto de nosotros también nos turnábamos para sentarnos con él, al igual que hicimos con Rafael. Yo siempre tenía ganas de conversar con Arturo. Al principio hablábamos principalmente de rugby. Patear el balón es una parte importante del juego, ya que un buen disparo puede cambiar el marcador de un partido, y Arturo era el pateador más fuerte y preciso de nuestro equipo. Solía recordarle las fabulosas jugadas que había hecho en momentos clave de nuestros partidos y le preguntaba cómo había podido chutar el balón enviándolo tan lejos y con tanta precisión. Creo que Arturo disfrutaba con estas conversaciones. Le enorgullecía ser buen pateador y a menudo se ofrecía a enseñarme su técnica mientras yacía en la hamaca. A veces se olvidaba de su situación e intentaba demostrarme cómo pateaba con una de sus destrozadas piernas, lo cual le hacía encogerse de dolor y nos recordaba a ambos dónde estábamos.
Sin embargo, a medida que fui conociendo a Arturo, nuestros temas de conversación pasaron del deporte a cuestiones más profundas. Arturo era diferente del resto. Era sobre todo un socialista apasionado y su opinión inflexible sobre el capitalismo y la búsqueda de la riqueza personal lo convertía en una especie de excéntrico en medio del mundo de opulencia y privilegios en el que la mayoría de nosotros nos habíamos criado. Algunos de los chicos creían que su socialismo era pura fachada y que llevaba ropa andrajosa y leía a Marx sólo para llevar la contraria. Arturo no era fácil de tratar, es cierto. Podía tener opiniones punzantes y estridentes, lo cual irritaba a muchos de los chicos, pero conforme le iba entendiendo un poco, empecé a admirar su filosofía. No fue su opinión política lo que me atrajo, dado que a esa edad apenas tenía ideas políticas en la mente. Lo que me fascinaba de Arturo era la seriedad con la que vivía la vida y la intensa pasión con la que había aprendido a pensar por sí mismo. Le importaban las cosas relevantes, como la igualdad, la justicia, la compasión y la equidad. No le asustaba cuestionar cualquiera de las normas de la sociedad convencional ni condenar nuestro sistema de gobierno y de economía, que creía que servía a los poderosos a costa de los débiles.
Las firmes opiniones de Arturo molestaban a muchos y a menudo se enraizaban en airadas disputas por la noche sobre la historia, la política o los temas de actualidad. Sin embargo, yo siempre quería escuchar lo que Arturo tenía que decir, me intrigaban especialmente sus ideas sobre la religión. Al igual que la mayoría de los supervivientes, me había criado en un entorno católico convencional y, aunque no era lo que se dice un practicante devoto, nunca dudé de las enseñanzas fundamentales de la Iglesia. Hablar con Arturo me obligó a enfrentarme a mis creencias religiosas y a evaluar principios y valores que nunca había puesto en tela de juicio.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que todos los libros sagrados del mundo, aquéllos en los que te enseñaron a creer, son la única palabra auténtica de Dios? —solía preguntar—. ¿Cómo sabes que tu idea de Dios es la única cierta? Somos un país católico porque llegaron los conquistadores españoles y sometieron a los aborígenes, reemplazando el Dios de los aborígenes por Jesucristo. Si los musulmanes hubieran conquistado América del Sur, todos rezaríamos a Mahoma en vez de a Jesús.
Las ideas de Arturo me perturbaban pero, a pesar de su tajante forma de pensar y de todo su escepticismo religioso, también me fascinaba comprobar que era una persona muy espiritual. En cuanto percibió mi ira hacia Dios me instó a no darle la espalda por nuestro sufrimiento.
—¿Qué bien nos hace Dios? —respondí—. ¿Dejaría que mi madre y mi hermana murieran de un modo tan insensato? Si nos ama tanto, ¿por qué nos deja aquí para que suframos?
—Estás furioso con el Dios en el que te enseñaron a creer de pequeño —contestó Arturo—. El Dios que se supone que te cuida y te protege, que responde a tus plegarias y perdona tus pecados. Ese Dios es sólo una leyenda. Las religiones intentan capturar a Dios, pero Dios está más allá de la religión. El verdadero Dios reside más allá de nuestro entendimiento. No podemos entender Su voluntad; es algo que no se puede explicar en un libro. Ni nos abandonó ni vendrá a salvarnos. Él no tiene nada que ver con el hecho de que estemos aquí. Dios no cambia; simplemente es. Yo no rezo a Dios para que me perdone o me haga favores, sino que sólo le rezo para estar más cerca de él y, cuando lo hago, el corazón se me llena de amor. Cuando rezo de esta forma, sé que Dios es, sin duda, amor. Al sentir ese amor recuerdo que no necesitamos ni ángeles ni cielo, porque todos formamos parte de Dios.
Negué con la cabeza.
—Tengo tantas dudas… —dije—. Creo que me he ganado el derecho a dudar.
—Confía en tus dudas —respondió Arturo—. Si tienes agallas para dudar de Dios y de cuestionar todo lo que te han enseñado sobre Él, entonces seguro que lo encontrarás. Está cerca de nosotros, Nando. Lo noto a nuestro alrededor. Abre los ojos y también lo verás.
Miré a Arturo, ese joven y apasionado socialista tumbado en una hamaca con las piernas rotas como palos y los ojos brillantes de fe y coraje, y sentí de repente un gran afecto por él. Sus palabras me conmovieron profundamente. ¿Cómo podía un muchacho tan joven conocerse tan bien? Hablar con Arturo me llevó a asumir que nunca me había tomado mi propia vida en serio. Había dado muchas cosas por sentado, gastando mis energías en chicas, automóviles y fiestas y dejándome llevar por la vida de un modo improvisado. Al fin y al cabo, ¿había prisa? Todo seguiría allí mañana, así que ya me preocuparía. Siempre había un mañana…
Me reí con tristeza para mis adentros, reflexionando: «Si hay un Dios y ese Dios quería que le prestara atención, sin duda la tiene ahora». Me incliné hacia delante y coloqué el brazo y el hombro a lo ancho del pecho de Arturo para hacerle entrar en calor. Mientras escuchaba su respiración rítmica y notaba a veces cómo se le tensaba el cuerpo por el dolor, me dije: «Éste es un hombre de verdad»
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Liliana de Methol estaba casada con Javier Methol (con el que viajaba a Chile para celebrar su 12º aniversario de bodas). Tenían 4 hijos. Era la única mujer sobreviviente después de la muerte de la hermana de Nando. Liliana fue uno de los sobrevivientes que más resistencia opuso a alimentarse de los fallecidos. Finalmente accedió cuando supieron que se suspendían las tareas de búsqueda, ante el deseo de volver a abrazar a sus hijos.
Al cabo de un rato, Javier intentó dormir y Liliana se giró hacia mí.
—¿Cómo tienes la cabeza, Nando? —preguntó—. ¿Te sigue doliendo?
—Sólo un poco —respondí
—Deberías descansar más.
—Me alegra que hayas decidido comer —le dije.
—Quiero ver a mis hijos —contestó—. Y si no como, moriré. Lo hago por ellos.
—¿Cómo está Javier?
—Todavía está muy enfermo —dijo suspirando—. Rezo con él a menudo. Está seguro de que Dios nos dará una oportunidad.
—¿Tú crees? —pregunté—. ¿Crees que Dios nos ayudará? Estoy muy confundido. Tengo demasiadas dudas.
—Dios ya nos ha salvado —afirmó—. Debemos confiar en Él.
—Pero ¿por qué iba a salvarnos Dios y dejar morir a los demás? Mi madre, mi hermana, Panchito, Guido, ¿no querían que Dios les salvara?
—No hay forma de entender a Dios ni su lógica —contestó ella.
—Entonces, ¿por qué deberíamos confiar en Él? —pregunté—. ¿Y qué hay de todos los judíos que murieron en los campos de concentración? ¿Y qué hay de todos los inocentes que han muerto en pestes y purgas y catástrofes naturales? ¿Por qué les daría la espalda y en cambio encontraría tiempo para nosotros?
Liliana suspiró, y noté su cálido aliento en mi rostro.
—Te estás complicando demasiado —dijo con voz dulce—. Lo único que podemos hacer es amar a Dios y amar al prójimo y confiar en la voluntad divina.
Las palabras de Liliana no me convencieron, pero su calidez y bondad me consolaron. Traté de imaginar cuánto añoraba a sus hijos y recé por que pudieran volver a estar juntos. Entonces cerré los ojos y me sumí como siempre en un ligero sopor.
Dormité durante un rato, quizá media hora, y entonces me desperté, asustado y desorientado, cuando una enorme y pesada fuerza me golpeó el pecho. Algo iba muy mal. Noté una sensación húmeda y gélida contra el rostro y un peso aplastante se cernió sobre mí con tanta fuerza que me hizo expulsar todo el aire del pecho. Tras un momento de confusión, entendí lo que había pasado: un alud se había deslizado por la montaña y había llenado de nieve el fuselaje. Hubo un momento de completo silencio y entonces oí un lento y húmedo crujido; la nieve se asentó por su propio peso y me envolvió como si fuera una piedra. Traté de moverme, pero sentía como si tuviera el cuerpo encajonado en un bloque de cemento y ni siquiera podía mover un dedo. Pude respirar unas cuantas veces de un modo superficial, pero pronto la nieve me llenó la boca y las fosas nasales, y me empecé a asfixiar. Al principio, la presión en el pecho era insoportable pero, a medida que mi conciencia se desvanecía, dejé de notar las molestias. Mi mente se calmó y cobró lucidez. «Voy a morir —me dije—. Ahora veré lo que hay al otro lado». No sentí ninguna emoción fuerte. No intenté gritar ni luchar. Me limité a esperar y, cuando acepté mi impotencia, me sobrecogió una sensación de paz. Esperé pacientemente a que acabara mi vida. No había ángeles, ni revelaciones, ni un largo túnel que llevara hacia una dorada luz llena de amor. En vez de eso, sólo sentí el mismo silencio oscuro en el que me había sumido cuando el Fairchild chocó contra la montaña. Me dejé arrastrar por el silencio. Dejé que mi resistencia se desvaneciera. Era el final. Ya no habría más miedo. Ya no habría más lucha. Sólo un silencio insondable, y descanso.
Entonces una mano me quitó la nieve de la cara y me vi arrastrado violentamente de nuevo al mundo de los vivos. Alguien había cavado un estrecho pozo de varios centímetros para llegar hasta mí. Escupí la nieve de la boca y me metí una bocanada de aire frío en los pulmones, aunque el peso que todavía presionaba mi pecho me hacía difícil respirar correctamente.
Oí la voz de Carlitos por encima de mí.
—¿Quién es? —gritó.
—Yo —farfullé—. Nando.
Entonces me dejó. Oí caos por encima de mí, voces que gritaban y sollozaban.
—¡Excavad en busca de caras! —vociferó alguien—. ¡Dejadles respirar!
—¡Coco! ¿Dónde está Coco?
—¡Aquí! ¡Ayudadme!
—¿Alguien ha visto a Marcelo?
—¿Cuántos hay? ¿Quién falta?
—¡Que alguien cuente!
Entonces escuché la voz de Javier gritando histérico:
—¿Liliana? ¿Liliana? ¡Ayudadla! ¡Aguanta, Liliana! ¡Oh, por favor, daos prisa, encontradla!
El caos duró tan sólo unos minutos, después pude levantarme de entre la nieve. El oscuro fuselaje se iluminó tenuemente con la llama del mechero que sujetaba Pancho Delgado. Los otros chicos se levantaban de la nieve como zombis saliendo de sus tumbas. Javier estaba arrodillado a mi lado, con Liliana en sus brazos. Por la languidez con la que le colgaban los brazos y la cabeza supe que estaba muerta. Negué con la cabeza, incrédulo, mientras Javier empezó a sollozar.
—No. No —dije con voz apagada, como si pudiera discutir con lo que acababa de pasar. Como si pudiera negarme a permitir que fuera real.
Eché un vistazo a quienes estaban de pie a mi alrededor. Algunos estaban llorando, otros consolando a Javier, otros con la mirada perdida en las sombras y con una expresión de aturdimiento. Durante un instante nadie habló pero, una vez recuperados de la conmoción, los demás me contaron lo que habían visto.
Empezó con un lejano estruendo en la montaña. Roy Harley oyó el ruido y se puso de pie de un salto. A los pocos segundos, el alud arrasó la pared artificial construida en la parte de atrás del fuselaje, enterrándole hasta las caderas. Roy vio con horror cómo a todos los que estábamos durmiendo en el suelo nos había sepultado la nieve. Aterrado de pensar que todos nosotros estábamos muertos y de que estaba solo en la montaña, Roy empezó a excavar. Pronto destapó a Carlitos, Fito y Roberto. A medida que se iba destapando a los muchachos, éstos empezaban también a escarbar. Rebuscaron por la superficie de la nieve, tratando de encontrar frenéticamente a nuestros amigos enterrados pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no fueron lo suficientemente rápidos como para salvarnos a todos. Tuvimos muchas pérdidas. Marcelo había muerto, así como Enrique Platero, Coco Nicholich y Daniel Maspons. Carlos Roque, el mecánico del Fairchild, y Juan Carlos Menéndez habían fallecido bajo la pared caída. Diego Storm, que al tercer día de la tragedia me había salvado la vida arrastrándome hacia el cálido interior del fuselaje mientras yo seguía en coma, se había asfixiado bajo la nieve. Y Liliana, que hacía tan sólounos minutos me había dedicado unas amables palabras de consuelo, también se había ido. Gustavo había ayudado a Javier a excavar en su busca, pero había pasado demasiado tiempo y, cuando la encontraron, ya estaba muerta.
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Numa Turcatti Numa no formaba parte del equipo de rugby Old Christians. No pertenecía al barrio de Carrasco y tampoco había estudiado en el Colegio Stella Maris, sino que se había formado en el Colegio Seminario. por lo que apenas conocía a la mayoría de pasajeros del vuelo Fairchild 571. Viajaba por invitación de su amigo Gastón Costemalle.
Pero a otros, como Numa y Coche, que hasta en las mejores circunstancias apenas podían ingerir carne humana, no pudieron convencerles de que comieran. Me preocupaba especialmente la terquedad de Numa. Era un expedicionario, una gran fuente de fortaleza para mí, y no me gustaba la idea de enfrentarme a las montañas sin él.
—Numa —le dije—, tienes que comer. Necesitamos que estés con nosotros cuando caminemos por las montañas. Debes ponerte fuerte.
Numa hizo una mueca y negó con la cabeza.
—Apenas podía tragarme la carne antes —respondió—. No podría soportar comérmela así.
—Piensa en tu familia —le ordené—. Si quieres volver a verles, debes comer.
—Lo siento, Nando —se disculpó, apartándose de mí—. No puedo.
Sabía que tras el rechazo de Numa había más que la mera sensación de repulsa. De alguna manera ya había tenido suficiente, y su negativa a comer era una forma de rebelarse contra la ineludible pesadilla en la que se habían convertido nuestras vidas. Yo sentía lo mismo. ¿Quién podía sobrevivir a tal letanía de situaciones espantosas como nos habían obligado a soportar? ¿Qué habíamos hecho para merecer tanta desdicha? ¿Cuál era el sentido de nuestro sufrimiento? ¿Nuestras vidas tenían algún valor? ¿Qué clase de Dios podía ser tan cruel? Estas preguntas me asediaban a cada momento, pero de alguna manera entendía que pensar de esa forma era peligroso, pues no llevaba más que a una ira impotente que se agriaba rápidamente y se convertía en apatía. En ese lugar, apatía equivalía a muerte, de modo que aparté a la fuerza esas preguntas de mi mente evocando los recuerdos de mi familia en casa.
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Carlos Páez era el más joven de todos los supervivientes; tan solo tenía 18 años cuando se estrelló el avión (cumplió 19 en la cordillera).
31 de octubre, nuestro tercer día sepultados por el alud, Carlitos cumplía diecinueve años. Esa noche, tumbado junto a él en el fuselaje, le prometí que celebraríamos su cumpleaños cuando regresáramos a casa.
—Mi cumpleaños es el nueve de diciembre —le dije—. Iremos todos a la casa de mis padres en Punta del Este y celebraremos todos los cumpleaños que no hemos podido celebrar aquí.
—Hablando de cumpleaños —contestó—, mañana es el cumpleaños de mi padre y también el de mi hermana. He estado pensando en ellos y ahora estoy seguro de que les volveré a ver. Dios me ha salvado del accidente y del alud. Debe de querer que sobreviva y regrese con mi familia.
—Yo no sé qué pensar ya de Dios —dije.
—Pero ¿no notas lo cerca que está de nosotros? —preguntó—. Yo noto Su fuerte presencia aquí. Mira lo apacible que es la montaña, lo hermosa que es. Dios está aquí, y cuando noto Su presencia, sé que todo nos irá bien.
Como Carlitos, yo había visto la belleza de las montañas, pero para mí era una belleza letal y nosotros éramos la imperfección que la montaña quería borrar. Me preguntaba si Carlitos entendía realmente el problema que teníamos. Aun así le admiraba por el coraje de su optimismo.
—Eres fuerte, Nando —dijo—. Lo lograrás. Encontrarás ayuda.
No contesté. Carlitos empezó a rezar.
—Feliz cumpleaños, Carlitos —susurré, y entonces traté de dormir
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Arturo Nogueira agonizaba por las heridas de las piernas.
Arturo, por otra parte, se había vuelto aún más tranquilo e introspectivo de lo habitual, y cuando ahora me sentaba con él, notaba que se aproximaba el final de su lucha.
—¿Qué tal estás, Arturo?
—Tengo mucho frío, Nando —contestaba—. No me duele mucho. Ya no siento las piernas. Me cuesta respirar. —Su voz se debilitaba y se volvía aguda, pero los ojos le brillaban cuando se acercó a mí y me habló con una tierna premura—. Sé que me estoy acercando a Dios. A veces noto Su presencia muy cerca de mí. Puedo sentir Su amor, Nando. Hay tanto amor que me dan ganas de llorar.
—Intenta aguantar, Arturo.
—No creo que me quede mucho —dijo—. Siento que me empuja hacia Él. Pronto conoceré a Dios y entonces tendré las respuestas a todas tus preguntas.
—¿Quieres que te traiga agua, Arturo?
—Nando, quiero que recuerdes, incluso en este lugar, que nuestras vidas tienen sentido. Nuestro sufrimiento no es en vano. Incluso si nos quedamos aquí atrapados para siempre, podemos amar a nuestras familias y a Dios y a los demás mientras vivamos. Incluso en este lugar, vale la pena vivir la vida.
El rostro de Arturo se iluminó con una intensidad serena al decir eso. Yo seguí en silencio, por miedo a que se me quebrase la voz si intentaba hablar.
—Dile a mi familia que la quiero, ¿vale? Eso es lo único que me importa ahora.
—Se lo dirás tú mismo —contesté.
Arturo se rió de la mentira.
—Estoy preparado, Nando —continuó—. Ya me he confesado con Dios. Mi alma está limpia. Moriré libre de pecado
—Pero ¿qué significa esto? —me reí—. Creí que no creías en el tipo de Dios que perdona los pecados.
Arturo me miró y logró hacer una ligera mueca de humildad.
—En un momento como éste —dijo— parece sabio cubrir todas las posibilidades.
Durante la primera semana de noviembre, Arturo se debilitó y se volvió cada vez más distante. Su mejor amigo, Pedro Algorta, se quedó junto a él en todo momento, llevándole agua, abrigándole para que no pasara frío y rezando con él. Una noche, Arturo empezó a lloriquear. Cuando Pedro le preguntó que por qué sollozaba, Arturo contestó, con una mirada abstraída:
—Porque estoy muy cerca de Dios.
Al día siguiente, Arturo empezó a tener una fiebre muy alta. Estuvo delirando durante cuarenta y ocho horas, alternando la consciencia y la inconsciencia. En su última noche lo ayudamos a bajar de la hamaca para que pudiera dormir junto a Pedro y, antes de que amaneciera, Arturo Nogueira, uno de los hombres más valientes que he conocido, fallecía en silencio en brazos de su mejor amigo.
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En los años que han transcurrido desde la tragedia, a menudo he pensado en mi amigo Arturo Nogueira y las conversaciones sobre Dios que mantuvimos en la montaña. Muchos de los supervivientes afirman que sentían que Dios estaba presente allí. Creen que Él, en su misericordia, nos permitió sobrevivir en respuesta a nuestras plegarias y están seguros de que fue Su mano la que nos llevó a casa. Respeto profundamente la fe de mis amigos pero, para ser honesto, por mucho que recé para que sucediera un milagro en los Andes, nunca noté la presencia de Dios. Como mínimo, no veía a Dios como la mayoría de la gente lo veía. Sí que sentía que había algo más grande que yo, algo en las montañas, en los glaciares y en el radiante cielo que, en contadas ocasiones, me reconfortaba y me hacía sentir que el mundo no era un caos y que en él reinaba el amor y el bien. Si éste era Dios, no era Dios como ser, espíritu o mente omnipotente y sobrehumana; no era un Dios que eligiera salvarnos o abandonarnos, ni cambiarnos de alguna manera. Simplemente era un silencio, una plenitud y una simplicidad que inspiraban respeto que parecía llegar a mí a través de mis propios sentimientos de amor. De hecho, a menudo he pensado que, cuando sentimos lo que llamamos amor, en realidad estamos sintiendo nuestro vínculo con esa imponente presencia. Aún la puedo notar cuando mi mente se relaja y presto realmente atención. Mi intención no es comprender qué es o qué quiere de mí, de verdad que no quiero entender ese tipo de cosas. No me interesa ningún Dios que pueda ser comprendido, que nos hable desde un libro sagrado o de cualquier otro modo y que juegue con nuestras vidas con arreglo a un plan divino, como si fuéramos personajes de una obra de teatro. ¿Cómo puedo encontrar sentido a un Dios que pone una religión por encima del resto, que responde a una plegaria y hace caso omiso de otra, que envía a dieciséis jóvenes de regreso a casa y deja a los veintinueve restantes muertos en la montaña?
Hubo una época en la que quería conocer a ese Dios, pero ahora me doy cuenta de que lo que quería realmente era la comodidad de la certeza, saber que mi Dios era el auténtico Dios y que al final me recompensaría por mi lealtad. Ahora soy consciente de que es imposible estar seguro de algo, tanto de Dios como de cualquier otra cosa. He perdido la necesidad de saber. En esas inolvidables conversaciones que mantuve con Arturo mientras yacía en su lecho de muerte, me dijo que la mejor manera de encontrar la fe era tener el coraje de dudar. Recuerdo esas palabras todos los días, y dudo, y tengo esperanza, y de esta forma tan tosca intento tantear el camino hacia la verdad. Sigo recitando las oraciones que aprendí de niño —el avemaría y el padrenuestro—, pero no me imagino a un padre sabio y celestial escuchando con paciencia al otro lado de la línea, sino que pienso en el amor, en un océano de amor, en la auténtica fuente del amor, y me veo a mí mismo fundiéndome con él. Me abro a él, trato de dirigir esa marea de amor hacia quienes están cerca de mí, con la esperanza de protegerles y unirles a mí para siempre y de vincularnos a todo lo eterno que hay en el mundo. Éste es un sentimiento muy personal y no trato de analizar su significado. Simplemente me gusta cómo me hace sentir. Al rezar de esta manera, siento como si estuviera unido a algo bueno, pleno y poderoso. En las montañas, el amor me mantenía unido al mundo de los vivos. Ni el coraje ni la inteligencia me hubieran salvado. Como no tenía experiencia a la que recurrir, me apoyé en la confianza que sentía en mi amor por mi padre y en mi futuro, y esa confianza me condujo de vuelta a casa. Desde entonces, este sentimiento me ha llevado a entender en más profundidad quién soy yo y el significado que tiene ser humano. Ahora estoy convencido de que, si hay algo divino en el universo, la única forma en que lo encontraré es a través del amor que siento por mi familia y por mis amigos y a través del simple y maravilloso hecho de estar vivo. No necesito más conocimientos ni filosofías que los siguientes: mi deber es llenar mi estancia en la Tierra con la mayor cantidad de vida posible, volverme un poco más humano cada día y entender que sólo nos volvemos humanos cuando amamos. He tratado de querer a mis amigos con lealtad y generosidad. He amado a mis hijas con todas mis fuerzas. Y he querido a una mujer con un amor que ha llenado mi vida de sentido y de alegría. He sufrido grandes pérdidas y me han obsequiado con grandes consuelos pero, con independencia de lo que me dé o me quite la vida, éste es el concepto básico que siempre la iluminará: he amado con pasión, sin temor, con toda mi alma y mi corazón y ese amor me ha sido devuelto. Para mí, eso es suficiente.
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En el momento del accidente aéreo, Javier tenía 36 años (cumplió 37 en la montaña) y era el mayor de todos los supervivientes. Viajaba con su esposa Liliana, y es que el atractivo precio de los pasajes de avión les había parecido una excelente oportunidad para celebrar su aniversario de bodas con unas vacaciones en Chile.
Javier Methol es el único de los supervivientes que no está vivo a día de hoy. Tristemente, falleció el 4 de junio de 2015.
De todos los supervivientes, Javier es el más convencido de que salimos de la montaña por voluntad divina. Una vez me escribió: «Dios nos resucitó en la montaña y nos convirtió en hermanos. Cuando creíamos que estabas muerto, Él te devolvió la vida para que después tú y Roberto os convirtierais en Sus mensajeros y procurarais la salvación de todos nosotros. Estoy tan seguro de que en algunos momentos Él os llevó a ambos en Sus brazos…».
Javier y yo pensábamos diferente respecto a Dios y respecto al papel que Dios desempeñó en nuestra supervivencia; aun así, respeto la humildad y la sinceridad de su fe y la forma en que ha rehecho su vida después de su devastadora pérdida. Tranquilo y sereno, es una de las fuerzas estabilizadoras de nuestro grupo y siento siempre una sensación de paz cuando estoy con él.
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Adolfo (Fito) Strauch estudiaba Ingeniería Agrónoma, en parte porque su familia era dueña de una estancia. Era compañero de facultad de Daniel Fernández y Coche Inciarte. Eduardo Strauch, uno de sus primos, le había persuadido en el último instante para que los acompañara en su viaje a Chile.
Fito Strauch fue uno de los muchachos que tuvo un papel más relevante en la montaña y ninguno de nosotros, y menos yo, hemos olvidado los numerosos modos en que contribuyó a nuestra supervivencia. Al igual que Javier, Fito cree firmemente que nos rescataron de la montaña por mediación divina y que deberíamos vivir la vida como Sus misioneros. A veces creo que Fito está molesto conmigo por el modo en que he vivido la vida, por haber minimizado o incluso descartado el papel de Dios en nuestro rescate y por no haber sido fiel a las enseñanzas espirituales de la tragedia. Yo le digo que no estoy seguro de cómo predicar el mensaje de Dios porque no estoy seguro de cuál podría ser ese mensaje. Fito, en cambio, diría que la enseñanza de los Andes es que Dios nos salvó porque nos ama. Pero ¿acaso no amaba Él a mi madre y a mi hermana y a los veintinueve restantes que fallecieron? Lo que nos ocurrió en los Andes me transformó profundamente y me dio un enfoque más profundo y espiritual de la vida pero, para mí, lo que nos enseñó la montaña es que la vida es muy valiosa y que debería vivirse plenamente, con el corazón y llenos de amor. No quiero que mi vida se rija por lo que me pasó hace treinta años; ahora siento que cada día escribo el guión de mi propia vida. Para mí, eso no es negar las enseñanzas espirituales que aprendimos en la montaña, sino ponerlas totalmente en práctica.
Probablemente, Fito y yo no estaríamos nunca de acuerdo en este tema, pero para mí eso no disminuye mi respeto hacia él ni hace que sea menos amigo suyo y, cuando nos vemos, siempre nos abrazamos como hermanos.
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Una vez, después de dar una charla, una mujer joven pidió si podía hablar conmigo.
—Hace algunos años estaba saliendo del garaje de mi casa marcha atrás —dijo—. No sabía que mi hija de dos años de edad estaba detrás del coche. La atropellé y murió. Mi vida se detuvo en ese instante. Desde entonces no he podido hablar, ni dormir, ni siquiera pensar en nada que no sea ese momento. Me he atormentado con preguntas. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué no la vi? ¿Por qué no tuve más cuidado? Y sobre todo, ¿por qué había pasado? Desde ese instante me he sentido paralizada por el sentimiento de culpabilidad y la pena, y el resto de mi familia ha sufrido por ello. Su historia me demuestra que me he equivocado. Se puede vivir, incluso cuando sufres. Ahora sé que tengo que seguir adelante. Tengo que vivir por mi marido y por mis otros hijos. Incluso con el dolor que siento, tengo que encontrar la fuerza para hacerlo. Su historia me hace creer que es posible.
Estupefacto, la sujeté entre mis brazos y la abracé. En ese momento, una vaga idea que había estado recorriendo en mi mente adoptó el enfoque afilado de una cuchilla. Me di cuenta de que mi historia es su historia; es la historia de todo aquel que la oiga. Esa mujer no había sentido nunca el azote del viento a temperaturas bajo cero, no había caminado nunca tambaleándose en medio de una ventisca a una gran altura, ni había contemplado con horror cómo su cuerpo se consumía por la inanición. Sin embargo, ¿había alguna duda de que ella había sufrido tanto como yo? Siempre había pensado que mi historia era única, algo tan extremo y atroz que sólo los que habían estado allí podían entender realmente por lo que habíamos pasado pero, en esencia —la esencia de los sentimientos humanos—, mi historia es la historia más habitual del mundo. En ocasiones, todos nos enfrentamos a la desesperación. Todos sufrimos el dolor, el abandono o una pérdida abrumadora. Y todos nosotros, tarde o temprano, nos enfrentaremos a la inevitable proximidad de la muerte. Mientras abrazaba a aquella triste mujer, se me escapó una frase.
—Todos tenemos nuestros propios Andes —le dije.
Fuente:
Extractos del libro: “Milagro en los Andes” de Fernando Parrado. Editorial Planeta. Fecha de publicación 2006
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Otras 10 Películas Blasfemas, Ofensivas y Antirreligiosas.
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"La Ultima Tentación de Cristo" Película
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